lunes, 28 de febrero de 2011

Órganos de los sentidos I: el tacto, el gusto, el olfato

La piel es el órgano de mayor tamaño del cuerpo, y realiza varias funciones diferentes; la más evidente es actuar como barrera mecánica, impidiendo que elementos extraños penetren en nuestro organismo. También participa en la regulación de la temperatura, y en la excreción, mediante el sudor. Pero además, la piel es el soporte del sentido del tacto.

En realidad el tacto no es un sentido único, sino que incluye varios tipos de receptores: mecanorreceptores, termorreceptores y nocioceptores, de modo que lo que normalmente llamamos tacto incluye sensaciones de contacto, presión, desplazamiento sobre la superficie de la piel, calor y frío y dolor. Estos receptores están distribuidos de forma irregular a lo largo de toda la piel: por ejemplo, en las zonas más sensibles, como las yemas de los dedos, hay una mayor densidad de receptores del tacto, pero menos para el calor. También hay diferencia entre las zonas de la piel cubiertas de vello y las que no lo tienen.

Todos los receptores de la piel son terminaciones nerviosas, en algunos casos rodeados por grupos de células y en otros no encapsulados. Las sensaciones de tacto se deben a varios tipos de terminaciones nerviosas encapsuladas, mientras que las sensaciones de frío, calor o dolor se perciben mediante terminaciones nerviosas libres. En las raíces de los pelos hay otro tipo de terminaciones nerviosas que son responsables de la sensación que nos produce el roce con el pelo.

Quimiorreceptores

Los quimiorreceptores de nuestro organismo tienen como función detectar la presencia y la cantidad de sustancias que nos resultan necesarias o peligrosas. Forman parte de dos de los sentidos corporales, el gusto y el tacto, pero también se encuentran en el interior del cuerpo, concretamente en el aparato circulatorio, y que nos permiten conocer la concentración de CO2 o el pH de la sangre.

En cuanto a los sentidos externos, el olfato permite detectar la presencia de sustancias volátiles (que se pueden evaporar con facilidad) en el aire, por lo que en muchos animales está relacionado con la detección de posibles presas o depredadores, ya que se puede percibir su olor aunque no estén a la vista y a distancia suficiente para poder reaccionar, mientras que el gusto se ocupa de detectar sustancias disueltas en la saliva, de modo que permite reconocer los nutrientes presentes en los alimentos, o si éstos incluyen sustancias peligrosas. En este sentido, los sabores amargos generalmente representan compuestos que resultan peligrosos para el organismo.

El sentido del olfato está localizado en la parte superior de las cavidades nasales, ocupando un área de unos 2,5 cm2 en cada cavidad. Es capaz de distinguir unos 10.000 olores distintos, incluso a concentraciones extremadamente bajas: una única molécula entre 30.000 millones es suficiente para producir la sensación del olor.

Los receptores del sabor se encuentran distribuidos por la cavidad bucal y la faringe, aunque son mucho más abundantes en la lengua. Las estructuras que detectan los sabores se denominan papilas gustativas, y tienen aspectos y estructuras diferentes según la posición de la lengua en que se encuentre. Tradicionalmente se decía que eran capaces de diferenciar entre cuatro sabores básicos, y que cada sabor estaba localizado, preferentemente, en una zona de la lengua. Hoy en día no se acepta esa distribución de receptores, y a los cuatro sabores básicos de siempre (dulce, salado, ácido y amargo) se les ha añadido el umami, que corresponde al sabor de la carne.

Los sentidos del olfato y del gusto están íntimamente relacionados, de modo que la percepción que tenemos al consumir un alimento es el resultado de combinar su gusto con el olor que desprende. Eso explica por qué cuando estamos acatarrados, y perdemos una parte de la capacidad olfativa, también saboreamos de modo menos intenso los alimentos.

La pérdida de la capacidad olfativa se denomina anosmia, y la pérdida del gusto ageusia.

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